Una pequeña muestra de amor


No suelo coger el transporte público mucho. Tanta humanidad desconocida a mi alrededor no me gusta. Prefiero la soledad del caminante. Pero el otro día tomé el bus. Pasé cerca de la parada y observé que estaba prácticamente vacío. El insoportable viento me convenció para subirme y gastar un viaje del bonobús que me compré hace no sé ni cuánto tiempo. Dada mi antipatía natural a evitar el contacto humano no deseado me quedé de pie a pesar de haber al menos una docena de sitios libres. Frente a mí, sentado en una butaca más ancha de lo normal, se encontraba un anciano. Tendría más de ochenta años. Impecablemente vestido con su chaqueta de cuadros, su chaleco de pico, su corbata a juego con el chaleco y su camisa impolutamente blanca. Jugueteaba con su bastón de madera. Al llegar una parada giró sobre su asiento noventa grados. Será su parada, pensé. El autobús llegó a la parada, se montaron pasajeros, se bajaron también y el conductor cerró las puertas pero el anciano no bajó. Se habrá equivocado de parada, ya no se acuerda cuántas paradas había o no ve bien fue lo que pensé de nuevo equivocadamente. El anciano empezó a incorporarse lentamente, torpemente. La edad le impedía moverse con mucha destreza. Cada movimiento que hacía con el autobús en marcha era asegurado previamente con una mano agarrada a un asidero y el bastón bien encallado en el suelo. Consiguió incorporarse y colocarse junto a la puerta de salida escasos treinta metros de la parada. Tenía una sonrisa amable sobre su cara. Escudriñó la parada del autobús y su sonrisa se acentuó. Allí estaba su mujer. Vestida aún con el delantal. Le ayudó a bajar y se dieron un pequeño beso en los labios. Los dos se volvieron para agradecer a los buenos samaritanos que también ayudaron a bajar al anciano. Los dos tenían esa sonrisa que te da el verte de nuevo con tu media naranja. Cuántos años llevarían juntos y aún conservan esa sonrisa, pensé esta vez acertadamente. La verdad que mereció la pena tomar el autobús ese día.